lunes, 1 de junio de 2020

LAS TRIBULACIONES DE UN INVESTIGADOR PARALELO


Nota de Alberto Brunetti: Recordando a Aimé Michel, una de las mentes más lúcidas del siglo XX. Transcribo un excelente artículo que fuera publicado en el Nº 16 de la revista “PLANETA” editado en Julio de 1967, cuyos conceptos hoy están más vigentes que nunca, e inspiran la filosofía de este Blog.  Se respetó la bastardilla y las citas de la publicación original.)

 “Las tribulaciones de un investigador paralelo” 

“Yo lo sé, se harán descubrimientos que mi imaginación es incapaz de concebir. Los espero con curiosidad y entusiasmo.”
LINUS PAULING (Premio Nobel)

EN DONDE SE DESCUBRE LOS HECHOS MALDITOS

Voy a decir cómo uno se condena y qué sentimiento impulsa a ciertos hombres hacia las tinieblas exteriores. Este sentimiento es la curiosidad.  Conozco un genetólogo francés que, como la mayoría de los genetólogos interesados en los mecanismos de la evolución biológica, practica la genética de las poblaciones estudiando (también como la mayoría de sus colegas) la mosca del vinagre, la famosa drosofila. La genética de las poblaciones consiste sencillamente en estudiar por medio de la estadística la evolución de un grupo de seres vivos sujetos a mutaciones. En la teoría neo darwiniana, que es la forma actual de la evolución biológica, todo se hace por mutación, selección y azar. Si uno no cree en eso, está condenado.
-Solamente que esas condenadas moscas- confía bajo promesa de secreto este biólogo a algunos amigos fieles que vienen en seguida a repetírmelo- se rehúsan obstinadamente  a fornicar al azar. La regla pretende que sus genes se mezclen en virtud de la ley del gran número, y sólo por ella, como bolitas blancas, rojas y verdes puestas en el mismo saco y vigorosamente agitadas. Pero el pueblo de las drosofilas demuestra un ultrajante desprecio por esta sagrada.ley. Lejos de fabricar sus hijos al azar de los encuentros, es sensible a las formas de la pareja, a su manera de volar, de hacer o de dejarse hacer la corte, en una palabra, como nosotros, fiel a su primer lugar a su elección y por lo tanto rebelde a los hermosos teoremas de la genética matemática, cara a nuestros doctores.
-¡Pero es sensacional! –exclama el amigo fiel que agrega, un poco pérfidamente-; ¿Cuándo va usted a publicar eso?
-¿Publicar? ¡Santo Cielo! ¡Ni lo piense! No solamente no publicaré nunca un hallazgo tan escandaloso, sino que a duras penas eso decírmelo a mí mismo.
-Entonces, ¿lo deja pasar?
Aquí se sitúa eso que los antiguos dramaturgos llamaban la peripecia: la respuesta ¿será sí? ¿Será no? Se juega el destino de una vida y quizá el de la ciencia. Debo decir que en el presente caso la respuesta fue no, para honra de quien la dio. Por lo demás, no podía ser de otra manera, pues si el genetólogo hubiera poseído un cerebro capaz de resistir la atracción sulfurosa del fenómeno imposible, habría sido incapaz de ver que ese fenómeno existía. Lo hubiera mirado sin verlo. Habiéndolo visto ya no podía retroceder. Cuando Eva vio la serpiente, ya había mordido la manzana.

EN DONDE EL SABIO LLEVA UNA DOBLE VIDA

Nuestro genetólogo mordió, pues, la manzana. Desde su descubrimiento, una parte de sus investigaciones, y sin duda aquella que más le interesaba, se prosigue en una celosa clandestinidad.
¿Qué es exactamente un investigador paralelo? ¿Un investigador profesional que exhibe opiniones no ortodoxas? No. Todo investigador digno de ese nombre se encuentra forzosamente en desacuerdo sobre algún punto con el conjunto de sus colegas. No hay sino una clase de investigadores rigurosamente ortodoxa: aquella que no busca nada y no publica nada.  El investigador paralelo es aquel que conduce de frente los programas de investigaciones, de los cuales uno da lugar a publicaciones y en consecuencia entre en el juego de las refutaciones y confirmaciones, y el otro no. Es aquel que se guarda secreta una parte de lo que sabe, o que no lo divulga sino a algunos iniciados. La parte publicada puede ser notablemente ortodoxa. Este fue el caso del profesor Rocard, durante todo el tiempo que precedió a la tormenta desencadenada por su libro Signal du Sourcier (La señal del zahorí).1 Para todo el mundo, Rocard era entonces un eminente físico experimental, un respetado especialista de los fenómenos periódicos, y nada más que esto. Únicamente algunas personas sabían que él realizaba en secreto extrañas experiencias para detectar los gradientes magnéticos por medio del cuerpo humano.
Pero el programa publicado ya puede perfectamente desafiar la ortodoxia. Es el caso, por ejemplo, del profesor Baranger, quien nunca ha ocultado sus trabajos sobre las transmutaciones biológicas en el laboratorio de química de la Escuela Politécnica. En un dominio completamente diferente, es también el caso de nuestro amigo Michel Gauquelin, quien aplica al estudio de las influencias planetarias los métodos estadísticos clásicos y publica sus resultados.2 Es también, ¡ay de mí!, mi caso. Desde hace una quincena de años estudio diversos temas de mala fama y he publicado un poco al respecto. Pero no todo. Pienso que lo mismo ha de ocurrir con Gauquelin, Baranger, Pierre Duval 3, y todos los investigadores perdidos que han elegido explorar las zonas prohibidas de lo desconocido. ¿Por qué no se publica la totalidad? ¿Por qué lo esencial continúa siendo algo clandestino, a pesar de todo? Si me hubieran hecho estas preguntas hace doce años, cuando comenzaba a interesarme en los platos voladores, me hubiera indignado. Las primeras observaciones publicadas entonces por la prensa databan de algunos años apenas, pues fue el 24 de junio de 1947 cuando el norteamericano Kenneth Arnold habló por primera vez de los famosos discos voladores. Keyhoe acababa de publicar su primer libro.4 En aquella época, el enigma de los platos voladores, si existía, parecía simple. Se trataba de una invención periodística, de un arma secreta norteamericana o rusa, o de aparatos extraterrestres. Para desempatar hipótesis tan diferentes, pensé que bastaría una breve investigación o simplemente esperar algunos meses. Si las misteriosas máquinas eran una pajarota, un estudio poco profundo de los testigos le cortarían rápidamente las alas. Un arma secreta no podría seguir siéndolo durante mucho tiempo. Y si seres extraterrestres se habían aproximado a la Tierra me parecía evidente que, después de habernos observado un poco desde lejos, aterrizarían frente al palacio de las Naciones Unidas, o en los jardines de la Casa blanca, o en el gran patio del Kremlin, o en todas partes a la vez, con el objeto de intercambiar embajadores, a menos que se asista a una agresión en regla o a cualquiera de las innumerables calamidades prevista por la ciencia-ficción cuando sueña con un contacto extraterrestre. De todas maneras, no se me ocurrió siguiera que la investigación de ese problema pudiera perderse en el secreto, a partir de determinado momento. Yo no tenía sino una fe: la ciencia. Y pensaba que aquello que la ciencia sabe lo dice, y lo que no dice es porque lo ignora. He conservado esta fe. Pero, después de quince años de trabajo y reflexión, la ciencia real me parece un poco menos sencilla que la de los libro de Marcel Boll.
El azar quiso que en ese momento la R.T.F.5 me hubiera encomendado hacer una emisión sobre la meteorología. Durante muchas semanas frecuenté las oficinas y lo laboratorios de Meteorología nacional donde me hice amigo del señor Roger Chausse, su portavoz habitual. Y un día, llevado sin duda por el genio maléfico que vela sobre mi destino, Roger Chausse exhumó de una gaveta un expediente de color amarillo que me tendió con una sonrisa un poco forzada.
-Tenga –me dijo-. Si quiere distraerse esto es lo más interesante que yo le puedo ofrecer. El expediente era, en efecto, interesante. Al lado de diversas observaciones de fenómenos atmosféricos raros, parhelios, falsos soles, halos, etc. Fijé mi atención sobre dos informes rigurosamente inexplicables.6 El primero provenía de África Ecuatorial y describía cuatro discos luminosos observados durante veinte minutos en Bocaranga, en Ubangui-Chari. Movimientos rápidos, cambios de color, balanceos, inmovilidad prolongada; era un verdadero festival. El segundo, todavía más sorprendente, provenía de la estación meteorológica del Aeródromo militar de Villacoublay. También allí, pero esta vez durante horas, habían sido observados y seguidos con el teodolito, por el personal de la estación, objetos luminosos capaces de las hazañas más increíbles. Detalle extraordinario: uno de esos objetos acabó fijándose sobre el fondo del cielo “donde se puso a seguir el movimiento aparente delas estrellas”, Esta vez, si se trataba de máquinas, sus posibilidades espaciales quedaban bien probadas. En efecto, ningún aparato conocido era capaz de permanecer inmóvil en un punto fijo del cielo durante horas. Esto sucedía en 1952, cinco años antes del primer Sputnik, y doce años antes del primer satélite estacionario (lanzado por los norteamericanos y, por lo demás, invisible a simple vista)

EN DONDE SE ME HABLA DEL SECRETO MILITAR

Aquella fue mi primera “peripecia”. Yo tenía la prueba de que los relatos de Keyhoe no eran pura y simple invención. Testigos que ignoraban hasta la existencia del autor norteamericano describían los mismos fenómenos que él. Desde ese momento mi resolución quedó tomada. Yo haría todo lo necesario para saber.
En un comienzo mi investigación fue inspirada por una ilusión cuyo candor, visto a través de los años, me parece sencillamente doloroso: yo creía que alguien sabía. Esta ilusión, para decir la verdad, la había recibido de Keyhoe, cuyo libro estaba concebido en una forma tal que hacía creer que el ejército norteamericano escondía la verdad al público. Luego, si el ejército norteamericano sabía, quizá el ejército francés, su aliado también sabía.
¿Pero cómo saber si el ejército sabía? Largos meses transcurrieron en varias diligencias realizadas ante diversas personalidades, en maniobras para hacerme recibir aquí o allí. Olvidémoslo. Un día por fin por medio de una serie de astucias complejas y probablemente divulgadas, conseguí hacer llegar indirectamente a conocimiento de un oficial de informaciones del Ejército del Aire (a quien, yo sabía, se había encargado un trabajo sobre el tema) que un tal Aimé Michel estaba al corriente de ciertas cosas y que quizá, manejándolo correctamente… En una palabra, se organizó una cita con este oficial en un café próximo a la Escuela Militar. Yo me felicitaba por mi habilidad, mientras me dirigía a esa cita, con una gruesa cartera negra bajo el brazo. Me decía que el tiempo de las fastidiosas investigaciones policiales quizá terminaría y que, si yo era capaz de inspirar confianza, las cartas se pondrían a la vista ante mis ojos y por fin yo sabría. Por lo demás, yo no iba con las manos vacías. Ya había reunido numerosas observaciones, algunas de las cuales eran anteriores a todo cuando se había publicado hasta entonces y, en consecuencia, más enigmáticas. En particular una que databa de 1942, y había sido efectuada en el Sahara. Si mi interlocutor trataba de darme un bulo demasiado fácil, también tendría que explicarme ese platillo observado durante horas, en pleno día, por todo un destacamento del ejército francés, sus oficiales, sus dos radios, su oficina meteorológica.
No recuerdo quien llego primero ni como se hicieron las presentaciones. Ellos eran dos, ambos de civil, el capitán C. y el señor Latappy, “un amigo”. Uno, jocoso, distendido, la palabra ágil y salpicada de retruécanos. El otro, sombrío, demacrado, la mirada ardiente, el bigote enigmático, un auténtico agente de film de espionaje. Pero el capitán era el primero. Y en menos de cinco minutos comprendí que todo el argumento dramático imaginado por Keyhoe no era sino un sueño pueril.
-¿El secreto militar? ¡Permita que me ría! –dijo el capitán, haciéndolo-. Secretos sobre pequeñas cosas, tantos como usted quiera.7 Esos, se los oculta, se los roba, se los vende mal o bien en todas partes del mundo. Pero una cosa tan enorme como los platos voladores, ¡ni se lo imagine! Para que una máquina, una sola, un prototipo, vuele como esos objetos voladores parecen hacerlo, usted lo sabe tan bien como yo, sería necesaria una revolución de la física. Y esto ya es enorme. Las revoluciones científicas se hacen simultáneamente en todos los países avanzados, y aquello que los norteamericanos saben los rusos también lo saben, con poca diferencia de tiempo, y viceversa. No me dé como argumento la bomba atómica: la bomba atómica no correspondía a ninguna revolución científica. Pero sobre todo, para permitirle levantar vuelo a un solo objeto, sería necesaria una revolución industrial, el esfuerzo de todo un país, una verdadera movilización de las riquezas, de los medios y de los espíritus. ¡Por favor! Es como si usted hablara de subir una locomotora a mi dormitorio sin que yo lo advirtiera.
-Muy bien – dije.  El plato ruso o norteamericano es absurdo. Pero, ¿y entonces?
Mis dos interlocutores intercambiaron una mirada.
-Ah –dijo el capitán-. Sí ¿y entonces?
Los tres teníamos carteras bastante voluminosas. Estábamos solos en el fondo de un café. Abrí la mía y extendí todo sobre la mesa.
-Entonces –dije-, he aquí. Hacen ustedes una investigación, ¿sí o no? Todo se encuentra ante ustedes.
“El amigo”, el de los bigotes enigmáticos, posó sobre las hojas una mirada encendida, un poco febril, extrajo de su cartera un enorme cuaderno lleno de una escritura fina, apretada y que se veía ilustrado por dibujos extraordinariamente prometedores, y sembrado de recortes de prensa.
-Sí – comentó el capitán-. Igual que usted, hago una investigación. Pero le presento un precursor, el señor Latappy, quien colecciona todo desde el comienzo, desde el asunto Arnold, en 1947. Nadie en Francia sabe más que él. No es militar. Es el dibujante de Fuerzas Aéreas Francesas, nuestra revista del ejército del aire. Todo lo que yo tengo lo tiene él. Una hora más tarde yo había comprendido definitivamente muchas cosas. En primer lugar, que en esta extraña historia nadie sabía nada. Ni el ejército francés ni ningún otro ejército del mundo; después, que una parte considerable de las observaciones (y precisamente las mejores, las más confirmadas, las mejor narradas, las más ricas en detalles) eran rigurosamente inexplicables; y para terminar, revelación impresionante a mis ojos, que se puede saber una cosa sin tener los medios para decirla.
Esto existe –dije-, y no es ni ruso ni norteamericano. Digamos la palabra: si se trata de máquinas (y como explicar de otra manera las mejores observaciones) no son de origen terrestre. Y bien, ¡hay que decirlo!
-De acuerdo – dijo el capitán-: dígalo.
-¿Yo? sería necesario que tuviera otras pruebas además de los testimonios. Pero usted, usted tiene autoridad. Usted puede prescindir de la prueba: el testimonio del ejército es suficientemente convincente.
-Dígame, amigo, ¿debo entender que usted está tratando de incitar a un oficial del ejército francés a publicar un comunicado en el cual proclama que dicho ejército cree en los platos voladores, aunque no tenga ninguna prueba? ¿Sería usted, por azar, un saboteador? Mozo, ¡un ron para el señor!
-Y entonces, ¿qué se puede hacer?
-Busque la prueba. Y tráiganosla. Si es irrefutable, usted tendrá su comunicado. Pero ¿quiere mi opinión? Si esa prueba fuera posible ya la habrían encontrado. ¿Una foto? ¿Un film? Ya hay. ¿Cómo sabe si no han sido trucados? Se vuelve así al testimonio. La única prueba es un OVNI sobre bandeja de plata, o al menos un trozo. Y creo que esa es una reivindicación irrazonable. Todo ha sido observado, absolutamente todo, salvo una prueba…
A continuación tuve excelentes relaciones con el capitán C. Fue él quien sugirió, antes que nadie, siempre como humorada, que los platos voladores quizá no fueran sino la humanidad futura que visitaba su pasado, idea que encantó a Cocteau. Fue él quien me hizo comprender la razón profunda de la fascinación que este problema ejercía sobre mí: los platos voladores, si existían, no eran sino una tecnología más adelantada que la nuestra, ellos testimoniaban un pensamiento no humano, transhumano. Tal vez los platos voladores representaban en nuestro cielo algo tan extraordinario y precioso como hubiera sido la presencia de un Einstein o de un Gandhi entre los grandes reptiles de la era secundaria. C. tenía imágenes cautivantes para ilustrar la impotencia de nuestro espíritu en presencia de un psiquismo sobrehumano: “El pez que da la vuelta a su pecera cree haber dado la vuelta al mundo, decía, y las imágenes entrevistas a través de su prisión de vidrio serán consideradas por él como alucinaciones si es un racionalista, o como divinidades si es un místico.” Por lo tanto, a quien preguntaba: “Qué son los platos voladores”, se respondía: “Para empezar, pruebe que existen.”
La posición era lógica.

EN DONDE UN SEÑOR DE NEGRO ME SERMONEA

La máquina derivaba de los testimonios y no de la ausencia de los mismos. Ahora bien, no existe ninguna ciencia fundada sobre el testimonio; luego, la prueba científica era imposible. Y como se exigía (legítimamente, en apariencia) la prueba previa, el problema de los platos voladores se hallaba condenado a no ser estudiado jamás y a no recibir nunca una solución.
El lector no científico no concebirá jamás la tiranía de esa clase de razonamientos. La idea de que un conjunto de hechos que derivan del simple testimonio humano puede ser propuesto como un problema científico, provoca en el sabio casi automáticamente un auténtico movimiento de rabia ciega. Toda su educación, fortificada por un pasado de trabajo, más pesado cuando más avanzada es su edad, le ha inculcado el carácter sagrado del hecho reproducible, o al menos cómodamente observable, del documento. Cuanto más haya publicado más familiar se le habrá hecho la experiencia del escepticismo destructor aplicado a sus trabajos, del análisis despiadado que disgrega el aporte personal, lo demuele, disuelve y rechaza, no dejando subsistir sino el hecho reproducible y controlable. Y es a él, a él que jamás ha creído en nada sin pruebas, a él que ya no cuenta las noches insomnes pasadas tratando de arrancar de su piel las espinas siempre renacientes de la crítica, es a él a quien se va a pedir que pierda su tiempo en escuchar el relato de un campesino analfabeto que cree haber visto cosas en el cielo.
-Tráigame pruebas, o deje de calentarme las orejas con esas absurdidades.
-Pero, señor profesor, si usted ve pasar un plato volador delante de su ventana, ¿qué haría?
-Miraría la pared.
Esta respuesta auténtica, dada hace varios años por el más célebre de los físicos franceses, resume toda una moral.
Era en 1953. En el mes de julio del año siguiente publiqué mi primer libro. No solamente no pretendía aportar la prueba que faltaba, sino que me limitaba a presentar allí las diversas conclusiones posibles sin pronunciarme al respecto. Mi móvil era, a mis ojos por lo menos, límpido. Puesto que no se podía probar nada, que al menos los hechos alegados fueran conocidos. Esta modesta ambición me parecía de una lógica tan sana como la lógica de la previa prueba. Pues me decía, ¿en razón de qué se exigiría a la naturaleza que ella se prohíba producir ningún fenómeno rebelde a los métodos oficiales ya admitidos? Y supongamos que tales fenómenos existen. ¿Será necesario fingir no verlos para seguir siendo un verdadero hombre de ciencia? La educación perfecta dice, es verdad, que no se dirige la palabra a quien no ha sido presentado.  Pero si un desconocido viene a daros un puntapié en el trasero, ¿hay que ignorarlo y proseguir camino con una sublime indiferencia, alzados los ojos y ofreciendo ese pasajero disgusto a la diosa Método? Y si el patán le toma gusto a este ejercicio, ¿no se puede hacer nada mejor que ignorarlo dentro del honor y la dignidad?

EN DONDE ME VUELVO COMPLETAMENTE ABOMINABLE

Ahora bien, de eso se trataba. Algunos meses después de la aparición de mi libro, una fantástica ola de observaciones se derramó sobre Europa.
Durante cuatro o cinco semanas, centenares de miles de personas, quizá un millón o más, creyeron ver el irritante OVNI. Esas personas, escribían a los periódicos. “Esto es lo que yo he visto, decían. ¿Qué es?” Y los periodistas, colgados todos los días de las campanillas de los templos de la ciencia, no obtenían sino una respuesta:
-Esos platos, como usted dice, no nos han sido presentados. Se trata, pues, de un absurdo.
No obstante algunos proponían una explicación convincente: esas personas habrían sido intoxicadas por mi libro, veían en el cielo lo que yo había puesto en su inconsciente, halago muy dulce para mi verdad de autor ya que mi libro había sido un fracaso y que los testigos que iba a ver jamás habían oído hablar de mí, si exceptúo a uno que me dijo un día, con tono burlón: “¿Ah, usted es el que cree en los platos voladores?”
La acumulación de testimonios hizo más abominable, más ridícula y vergonzosa la palabra plato y todo lo que a eso se refería, de cerca o de lejos, en lógica o en asociación de ideas. Si la publicación de mi libro me proporcionó una acerba decepción al revelarme el desprecio del público por el problema que a mí me apasionaba, me dio un desquite la llave de un universo nuevo y fascinante: el de la investigación clandestina. En menos de un año me encontraba en relación epistolar con una multitud de hombres de ciencia de Francia y del extranjero (sobre todo de los países anglosajones), astrónomos, físicos, biólogos, psicólogos, botánicos, geólogos. Su primera carta comenzaba regularmente con la misma cláusula de estilo: no era necesario que se supiera que ellos estaban relacionados conmigo.
Yo descubriría, pues, con el asombro del neófito, las pequeñas alegrías de la clandestinidad. Pero estaba lejos de sospechar hasta dónde eso podía llegar. Demoré muchos años en medir el alcance, y aún la significación de las cartas intercambiadas, las visitas estivales (el verano es la época de los congresos científicos, y todos saben que esos congresos dan ocasión a contactos no relacionados con la manifestación en sí). Me imaginaba el centro de una red mundial de espíritus adeptos a todas las disciplinas y de todos los países interesados en la solución del problema OVNI. Escribía aquí y allá, ponía en comunicación a un inglés con un argentino, o bien un danés me ponía en relación con un suizo. Era, en suma (pensaba yo) la pequeña internacional del plato así como existe la del sello postal y de los radioaficionados.
Es verdad que esta internacional agrupaba sobre todo a hombres de ciencia y que, en esta medida, era clandestina. En diversas oportunidades me sentí hasta impresionado por la extrañeza de las situaciones que me recordaban ciertas lecturas sobre las sociedades secretas. Fue así, en el transcurso de un cóctel, cómo un amigo periodista vino a decirme discretamente que los dos profesores X e Y, de pie en un rincón cerca de la ventana, se hallaban demoliéndome salvajemente. Al día siguiente yo recibía dos llamados telefónicos de X. y de Y. Me decían: “Este X. (o este Y) ¡qué espíritu obtuso tiene! Sabe usted que ayer por la noche… Y yo estaba obligado a hacerle coro, naturalmente.”
Ahora X. e Y. son excelentes amigos. Y el recuerdo de esa noche les hace reír con ganas: saben que pertenecen a la misma clandestinidad.

EN DONDE NAVEGO EN LA CLANDESTINIDAD

Y esta clandestinidad no es solamente del disco volador. Recuerdo el escepticismo y el asombro que experimenté en 1953, en ocasión de mis primeros encuentros con Jacques Bergier, cuando me expuso su idea de que el mundo de los sabios estaba destinado, por sus leyes internas, a organizarse como una criptocracia, idea que desde entonces se ha vuelto familiar (a nuestros lectores).
-¿Dónde se situará cada vez más el poderío? –me decía-. En el conocimiento. Ahora bien, el conocimiento es la única riqueza que no puede cambiar de mano. Se puede matar a los sabios, no se los puede despojar de sus conocimientos, luego de su poder. No se puede entregar la ciencia a los ignorantes por medio de un golpe de estado o por una reforma de la constitución. Por lo tanto el poder del provenir pertenecerá inevitablemente a los sabios.
-Y bien, ¡ellos gobernarán!
-Los que gobernarán no investigarán más. Al cabo de un año ya no serán capaces de comprender a sus colegas investigadores y entonces perderán su poder real, aunque conserven el poder legal.  De esta suerte la fuerza de las cosas conduce a una criptocracia de sabios ignorados por el público, pero que manejan todas las palancas.
Si bien este no es exactamente el mecanismo que he visto en acción, creo haber observado bastante al respecto para estar convencido de que el análisis de Bergier es correcto, y sus consecuencias inevitables.
Pero para permitir al lector seguir por sí mismo el camino que yo he recorrido, debo volver atrás.
Los lectores de “Planeta” han leído en especial mis artículos sobre parapsicología. Y sin duda buena parte de ellos se habrá sentido fastidiada por esta aparente pretensión de ambivalencia. ¿Cuál es, en fin, su especialidad? ¿Cuál es el terreno, si este existe, en el que se puede creer en su competencia?
Me es necesario, por lo tanto, hacer una confesión. También he publicado estudios sobre psicología animal. ¡Cómo! ¿Además de los platos voladores y de la parapsicología, también psicología animal? Pues bien, sí. Pero, ¿es culpa mía si esas diversas investigaciones llevan nombres diferentes? En cuanto a mí, desde mi infancia, he tenido una sola pasión, una sola curiosidad, y ésta es el pensamiento no humano. Todas mis investigaciones y todas mis reflexiones a partir de la edad de quince años, tienen este único objeto: ¿qué puede ser un pensamiento distinto del mío? Y se debe buscar bien. El pensamiento no humano, según el hermoso título de Jacques Graven8, puede ser el pensamiento infrahumano, es decir animal, o el pensamiento sobrehumano estudiado por los parapsicólogos, o el pensamiento extraterrestre. Los animales, la parapsicología, los platos voladores, todos esos niveles del pensamiento no son, probablemente (pero esta es otra historia) sino momentos de una evolución única y multiforme que recorremos en un eterno avanzar. Pero, continuemos. Tres o cuatro años antes de que se hablara de objetos voladores, desde mis años de facultad, yo estudiaba parapsicología. Sólo el azar fue la causa de que mis primeras publicaciones no tuvieran a esta investigación como objetivo, pero mis primeros contactos clandestinos se establecieron a continuación de dos libros sobre los platos voladores.

EN DONDE FORMO PARTE DE UNA SOCIEDAD SECRETA

Se comprenderá, pues, cuál fue mi sorpresa cuando, habiendo publicado los resultados de mis observaciones sobre el calculador prodigio Lidoreau, comencé a recibir cartas de hombres de ciencia: ellos también, como aquellos que anteriormente había conocido, comenzaron a preguntarme el secreto. Las precauciones oratorias eran las mismas y en sus palabras yo reconocía la marca de la misma curiosidad ardiente y ansiosa, la de nuestra madre Eva devorando la manzana con los ojos, la del padre Gaucher deleitándose por anticipado con la vigesimoprimera gota prohibida por el reglamento. ¡Ah! ¡Cómo los conocía de antemano aun sin conocerlos, a esos nuevos mal pensantes, mis iguales, mis hermanos! ¿Iba, pues, a introducirme con ellos en una segunda red?
Esto fue lo que creí en un principio. Pero pronto hice un extraño descubrimiento: la mayor parte de los mal pensantes se conocían ya entre ellos por intermedio de alguna otra organización de iniciados. Por ejemplo, encontré varios biólogos interesados en la parapsicología, quienes desde hacía largo tiempo intercambiaban los resultados de experiencias sorprendentes y no publicadas, con otro biólogo que se interesaba en los platos voladores. Ellos se habían conocido por encima de las fronteras de su disciplina común y habían simpatizado en la insubordinación y en la contradicción, sin saber que otros secretos no intercambiados habrían podido aproximarlos más aún. Lo cual, por lo demás sucedió inevitablemente un día u otro, y a veces por mi intermedio. Podría narrar muchos de esos encuentros, en los cuales cada uno estrechaba la mano del otro, con una expresión de simpatía divertida en el rostro que parecía decir: “¡Cómo! ¿Usted también?”
De un extremo a otro, no diré de París y ni siquiera de Francia, sino del mundo, una suerte de adivinación guía, en efecto, los unos hacia los otros, los átomos ganchudos de cierto tipo de pensamiento que en otro artículo he llamado el pensamiento no esclavizado. A quienes esto disguste que tomen su partido: entre más pesado es un conformismo, a más virulento es el anticuerpo que secreta. La curiosidad científica en los dominios sistemáticamente más desacreditados crea las redes más seguras y más eficaces de la investigación clandestina. Se ha podido vaticinar de una vez por todas, que ocuparse de los platos voladores era una espantosa tradición, pero el deseo de saber es más fuerte que todas las maldiciones. He aquí por qué creo en el análisis de Bergier: la lógica interna de la investigación pretende, por una parte, que esta sea cada vez más organizada y también que los descubrimientos revolucionarios (forzosamente los más importantes) provengan de trabajos que escapan a toda organización: pues ¿cómo se organizaría lo imprevisible? El investigador nato estará por lo tanto, siempre más inclinado a satisfacer en la clandestinidad sus pasiones favoritas, como consecuencia de lo cual la investigación clandestina se volverá más productiva, y las organizaciones paralelas más poderosas. Llegará el día en que una buena parte de la investigación avanzada se habrá convertido de este modo en objeto de intercambio por vías no públicas, y en que sólo los resultados definitivos saldrán a la luz, como Minerva, con el casco puesto, del cerebro de Júpiter. Entonces se podrá hablar de criptocracia, pues detrás de la ruidosa agitación de los políticos y de los financistas, serán los sabios y los técnicos, y solo ellos, quienes creerán las condiciones materiales y psicológicas de la evolución social, política, económica. Ya se ve un embrión de esta criptocracia en acción, al más alto nivel, en este momento: es ella, en efecto, la que al margen de los políticos completamente superados, impone progresivamente la colaboración ruso-norteamericana.

EN DONDE ME VEO INCLUIDO ENTRE LOS FRANCOTIRADORES

Las redes clandestinas que se organizan con el objeto de realizar las investigaciones peor reputadas dan una imagen viva de lo que será esta criptocracia espontánea, no deliberada, que deriva de la fuerza de las cosas. Ellas aseguran la circulación de eso que se podría llamar las informaciones no probadas, que guían y estimulan la reflexión y los trabajos de todos los miembros de la organización. Con esas informaciones no probadas, volvemos al problema evocado al comienzo del presente artículo: ¿cómo integrar a la ciencia los hechos cuya demostración no existe todavía y que, sin embargo, si son verdaderos, deben ser considerados más importantes que cualquier otro? Es el caso de los platos voladores. Todos los que quieran tomarse esa molestia pueden controlar la autenticidad histórica de las observaciones más extraordinarias. Por lo tanto el problema existe aunque sólo su prueba histórica exista y no la científica. Es también el caso de los hechos más asombrosos de la parapsicología: no solamente se puede verificar su autenticidad histórica sino que, con un poco de paciencia, fácilmente se los puede observar por sí mismo. ¿Se tiene el derecho de exigir que la ciencia admita como si estuvieran probados los hechos que han sido verificados y observados? Ciertamente, ¡no! ¿A dónde iría a parar la ciencia si renunciara a sus métodos? Pero si no se puede dar por probado aquello que no lo está, no es por eso menos vital y necesario que esos hechos circulen, sean conocidos, estudiados, discutidos sin más garantía que el testimonio. Es una necesidad vital, pues ellos orientan de manera irreemplazable la investigación clásica, cuyos resultados son publicados y abiertamente discutidos. Estos fenómenos imposibles de publicar son innumerables. El que los publicara sería un malhechor. Actuaría como el impresor del Estado que entrega al público los secretos de los verdaderos billetes de banco y permitiría, de ese modo, todas las imitaciones. Sólo por el camino indirecto de una transmisión personal los hechos de esta clase pueden ser recibidos con utilidad.
Esta circulación existe y no tiene ninguna necesidad de ser perfeccionada. Es uno de los motores de la ciencia actual. Prepara dentro de un secreto necesario el mundo de mañana.

AIMÉ MICHEL.

Citas
1.- Edición Dunod.
2.- El volumen de la Encyclopédie Planéte, L’Astrologie devant la science (La astrología ante la ciencia), es obra de Michel Gauquelin y en el hace un balance de sus investigaciones.
3.- Autor de Nos prouvoirs inconnus (Nuestros poderes desconocidos). (Encyclopédie Planéte)
4.- The flying saucers are real (Los platos voladores son verdaderos)- (Facett, Nueva York.)
5.- Radio-Télévision Framcaise.
6.- Ver Leuers for les soucoupes volantes por Aimé Michel (Maure, editor).
7.- Ver en “Planeta” nº 12 el artículo de XXX sobre el expediente del espionaje moderno.
8.- La pensée non humaine (El pensamiento no humano) por  Jacques Graven (Encyclopédie Planéte)

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