Nota de Alberto Brunetti: Recordando
a Aimé Michel, una de las mentes más lúcidas del siglo XX. Transcribo un
excelente artículo que fuera publicado en el Nº 16 de la revista “PLANETA”
editado en Julio de 1967, cuyos conceptos hoy están más vigentes que nunca, e
inspiran la filosofía de este Blog. Se
respetó la bastardilla y las citas de la publicación original.)
“Las tribulaciones de un investigador
paralelo”
“Yo lo sé, se harán descubrimientos
que mi imaginación es incapaz de concebir. Los espero con curiosidad y
entusiasmo.”
LINUS PAULING (Premio Nobel)
EN DONDE SE DESCUBRE LOS HECHOS MALDITOS
Voy a decir cómo uno se condena y qué sentimiento
impulsa a ciertos hombres hacia las tinieblas exteriores. Este sentimiento es
la curiosidad. Conozco un genetólogo
francés que, como la mayoría de los genetólogos interesados en los mecanismos
de la evolución biológica, practica la genética
de las poblaciones estudiando (también como la mayoría de sus colegas) la
mosca del vinagre, la famosa drosofila.
La genética de las poblaciones consiste sencillamente en estudiar por medio de
la estadística la evolución de un grupo de seres vivos sujetos a mutaciones. En
la teoría neo darwiniana, que es la forma actual de la evolución biológica,
todo se hace por mutación, selección y azar. Si uno no cree en eso, está
condenado.
-Solamente que esas condenadas moscas- confía bajo
promesa de secreto este biólogo a algunos amigos fieles que vienen en seguida a
repetírmelo- se rehúsan obstinadamente a
fornicar al azar. La regla pretende que sus genes se mezclen en virtud de la
ley del gran número, y sólo por ella, como bolitas blancas, rojas y verdes
puestas en el mismo saco y vigorosamente agitadas. Pero el pueblo de las
drosofilas demuestra un ultrajante desprecio por esta sagrada.ley. Lejos de
fabricar sus hijos al azar de los encuentros, es sensible a las formas de la
pareja, a su manera de volar, de hacer o de dejarse hacer la corte, en una
palabra, como nosotros, fiel a su primer lugar a su elección y por lo tanto
rebelde a los hermosos teoremas de la genética matemática, cara a nuestros
doctores.
-¡Pero es sensacional! –exclama el amigo fiel que
agrega, un poco pérfidamente-; ¿Cuándo va usted a publicar eso?
-¿Publicar? ¡Santo Cielo! ¡Ni lo piense! No solamente
no publicaré nunca un hallazgo tan escandaloso, sino que a duras penas eso
decírmelo a mí mismo.
-Entonces, ¿lo deja pasar?
Aquí se sitúa eso que los antiguos dramaturgos
llamaban la peripecia: la respuesta
¿será sí? ¿Será no? Se juega el destino de una vida y quizá el de la ciencia.
Debo decir que en el presente caso la respuesta fue no, para honra de quien la dio. Por lo demás, no podía ser de otra
manera, pues si el genetólogo hubiera poseído un cerebro capaz de resistir la
atracción sulfurosa del fenómeno imposible, habría sido incapaz de ver que ese
fenómeno existía. Lo hubiera mirado sin verlo. Habiéndolo visto ya no podía
retroceder. Cuando Eva vio la serpiente, ya había mordido la manzana.
EN DONDE EL SABIO LLEVA UNA DOBLE VIDA
Nuestro genetólogo mordió, pues, la manzana. Desde su
descubrimiento, una parte de sus investigaciones, y sin duda aquella que más le
interesaba, se prosigue en una celosa clandestinidad.
¿Qué es exactamente un investigador paralelo? ¿Un
investigador profesional que exhibe opiniones no ortodoxas? No. Todo
investigador digno de ese nombre se encuentra forzosamente en desacuerdo sobre
algún punto con el conjunto de sus colegas. No hay sino una clase de
investigadores rigurosamente ortodoxa: aquella que no busca nada y no publica
nada. El investigador paralelo es aquel
que conduce de frente los programas de investigaciones, de los cuales uno da
lugar a publicaciones y en consecuencia entre en el juego de las refutaciones y
confirmaciones, y el otro no. Es aquel que se guarda secreta una parte de lo
que sabe, o que no lo divulga sino a algunos iniciados. La parte publicada
puede ser notablemente ortodoxa. Este fue el caso del profesor Rocard, durante
todo el tiempo que precedió a la tormenta desencadenada por su libro Signal du Sourcier (La señal del
zahorí).1 Para todo el mundo, Rocard era entonces un eminente físico
experimental, un respetado especialista de los fenómenos periódicos, y nada más
que esto. Únicamente algunas personas sabían que él realizaba en secreto
extrañas experiencias para detectar los gradientes magnéticos por medio del
cuerpo humano.
Pero el programa publicado ya puede perfectamente
desafiar la ortodoxia. Es el caso, por ejemplo, del profesor Baranger, quien
nunca ha ocultado sus trabajos sobre las transmutaciones biológicas en el
laboratorio de química de la Escuela Politécnica. En un dominio completamente
diferente, es también el caso de nuestro amigo Michel Gauquelin, quien aplica
al estudio de las influencias planetarias los métodos estadísticos clásicos y
publica sus resultados.2 Es también, ¡ay de mí!, mi caso. Desde hace
una quincena de años estudio diversos temas de mala fama y he publicado un poco
al respecto. Pero no todo. Pienso que lo mismo ha de ocurrir con Gauquelin,
Baranger, Pierre Duval 3, y todos los investigadores perdidos que
han elegido explorar las zonas prohibidas de lo desconocido. ¿Por qué no se publica
la totalidad? ¿Por qué lo esencial continúa siendo algo clandestino, a pesar de
todo? Si me hubieran hecho estas preguntas hace doce años, cuando comenzaba a
interesarme en los platos voladores, me hubiera indignado. Las primeras
observaciones publicadas entonces por la prensa databan de algunos años apenas,
pues fue el 24 de junio de 1947 cuando el norteamericano Kenneth Arnold habló
por primera vez de los famosos discos voladores. Keyhoe acababa de publicar su
primer libro.4 En aquella época, el enigma de los platos voladores,
si existía, parecía simple. Se trataba de una invención periodística, de un
arma secreta norteamericana o rusa, o de aparatos extraterrestres. Para
desempatar hipótesis tan diferentes, pensé que bastaría una breve investigación
o simplemente esperar algunos meses. Si las misteriosas máquinas eran una
pajarota, un estudio poco profundo de los testigos le cortarían rápidamente las
alas. Un arma secreta no podría seguir siéndolo durante mucho tiempo. Y si seres
extraterrestres se habían aproximado a la Tierra me parecía evidente que,
después de habernos observado un poco desde lejos, aterrizarían frente al palacio
de las Naciones Unidas, o en los jardines de la Casa blanca, o en el gran patio
del Kremlin, o en todas partes a la vez, con el objeto de intercambiar
embajadores, a menos que se asista a una agresión en regla o a cualquiera de
las innumerables calamidades prevista por la ciencia-ficción cuando sueña con
un contacto extraterrestre. De todas maneras, no se me ocurrió siguiera que la
investigación de ese problema pudiera perderse en el secreto, a partir de
determinado momento. Yo no tenía sino una fe: la ciencia. Y pensaba que aquello
que la ciencia sabe lo dice, y lo que no dice es porque lo ignora. He
conservado esta fe. Pero, después de quince años de trabajo y reflexión, la
ciencia real me parece un poco menos sencilla que la de los libro de Marcel
Boll.
El azar quiso que en ese momento la R.T.F.5
me hubiera encomendado hacer una emisión sobre la meteorología. Durante muchas
semanas frecuenté las oficinas y lo laboratorios de Meteorología nacional donde
me hice amigo del señor Roger Chausse, su portavoz habitual. Y un día, llevado
sin duda por el genio maléfico que vela sobre mi destino, Roger Chausse exhumó
de una gaveta un expediente de color amarillo que me tendió con una sonrisa un
poco forzada.
-Tenga –me dijo-. Si quiere distraerse esto es lo más
interesante que yo le puedo ofrecer. El expediente era, en efecto, interesante.
Al lado de diversas observaciones de fenómenos atmosféricos raros, parhelios, falsos
soles, halos, etc. Fijé mi atención sobre dos informes rigurosamente
inexplicables.6 El primero provenía de África Ecuatorial y describía cuatro
discos luminosos observados durante veinte minutos en Bocaranga, en
Ubangui-Chari. Movimientos rápidos, cambios de color, balanceos, inmovilidad
prolongada; era un verdadero festival. El segundo, todavía más sorprendente,
provenía de la estación meteorológica del Aeródromo militar de Villacoublay.
También allí, pero esta vez durante horas, habían sido observados y seguidos
con el teodolito, por el personal de la estación, objetos luminosos capaces de
las hazañas más increíbles. Detalle extraordinario: uno de esos objetos acabó
fijándose sobre el fondo del cielo “donde se puso a seguir el movimiento
aparente delas estrellas”, Esta vez, si se trataba de máquinas, sus
posibilidades espaciales quedaban bien probadas. En efecto, ningún aparato
conocido era capaz de permanecer inmóvil en un punto fijo del cielo durante
horas. Esto sucedía en 1952, cinco años antes del primer Sputnik, y doce años
antes del primer satélite estacionario (lanzado por los norteamericanos y, por
lo demás, invisible a simple vista)
EN DONDE SE ME HABLA DEL SECRETO MILITAR
Aquella fue mi primera “peripecia”. Yo tenía la prueba
de que los relatos de Keyhoe no eran pura y simple invención. Testigos que
ignoraban hasta la existencia del autor norteamericano describían los mismos
fenómenos que él. Desde ese momento mi resolución quedó tomada. Yo haría todo
lo necesario para saber.
En un comienzo mi investigación fue inspirada por una ilusión
cuyo candor, visto a través de los años, me parece sencillamente doloroso: yo creía que alguien sabía. Esta
ilusión, para decir la verdad, la había recibido de Keyhoe, cuyo libro estaba concebido
en una forma tal que hacía creer que el ejército norteamericano escondía la
verdad al público. Luego, si el ejército norteamericano sabía, quizá el ejército
francés, su aliado también sabía.
¿Pero cómo saber si el ejército sabía? Largos meses transcurrieron
en varias diligencias realizadas ante diversas personalidades, en maniobras
para hacerme recibir aquí o allí. Olvidémoslo. Un día por fin por medio de una
serie de astucias complejas y probablemente divulgadas, conseguí hacer llegar
indirectamente a conocimiento de un oficial de informaciones del Ejército del
Aire (a quien, yo sabía, se había encargado un trabajo sobre el tema) que un
tal Aimé Michel estaba al corriente de ciertas cosas y que quizá, manejándolo
correctamente… En una palabra, se organizó una cita con este oficial en un café
próximo a la Escuela Militar. Yo me felicitaba por mi habilidad, mientras me dirigía
a esa cita, con una gruesa cartera negra bajo el brazo. Me decía que el tiempo
de las fastidiosas investigaciones policiales quizá terminaría y que, si yo era
capaz de inspirar confianza, las cartas se pondrían a la vista ante mis ojos y
por fin yo sabría. Por lo demás, yo no iba con las manos vacías. Ya había reunido
numerosas observaciones, algunas de las cuales eran anteriores a todo cuando se
había publicado hasta entonces y, en consecuencia, más enigmáticas. En
particular una que databa de 1942, y había sido efectuada en el Sahara. Si mi
interlocutor trataba de darme un bulo demasiado fácil, también tendría que
explicarme ese platillo observado durante horas, en pleno día, por todo un
destacamento del ejército francés, sus oficiales, sus dos radios, su oficina
meteorológica.
No recuerdo quien llego primero ni como se hicieron
las presentaciones. Ellos eran dos, ambos de civil, el capitán C. y el señor
Latappy, “un amigo”. Uno, jocoso, distendido, la palabra ágil y salpicada de
retruécanos. El otro, sombrío, demacrado, la mirada ardiente, el bigote
enigmático, un auténtico agente de film de espionaje. Pero el capitán era el
primero. Y en menos de cinco minutos comprendí que todo el argumento dramático
imaginado por Keyhoe no era sino un sueño pueril.
-¿El secreto militar? ¡Permita que me ría! –dijo el
capitán, haciéndolo-. Secretos sobre pequeñas cosas, tantos como usted quiera.7
Esos, se los oculta, se los roba, se los vende mal o bien en todas partes del
mundo. Pero una cosa tan enorme como los platos voladores, ¡ni se lo imagine!
Para que una máquina, una sola, un prototipo, vuele como esos objetos voladores
parecen hacerlo, usted lo sabe tan bien como yo, sería necesaria una revolución
de la física. Y esto ya es enorme. Las revoluciones científicas se hacen
simultáneamente en todos los países avanzados, y aquello que los norteamericanos
saben los rusos también lo saben, con poca diferencia de tiempo, y viceversa.
No me dé como argumento la bomba atómica: la bomba atómica no correspondía a
ninguna revolución científica. Pero sobre todo, para permitirle levantar vuelo
a un solo objeto, sería necesaria una revolución industrial, el esfuerzo de
todo un país, una verdadera movilización de las riquezas, de los medios y de
los espíritus. ¡Por favor! Es como si usted hablara de subir una locomotora a
mi dormitorio sin que yo lo advirtiera.
-Muy bien – dije.
El plato ruso o norteamericano es absurdo. Pero, ¿y entonces?
Mis dos interlocutores intercambiaron una mirada.
-Ah –dijo el capitán-. Sí ¿y entonces?
Los tres teníamos carteras bastante voluminosas.
Estábamos solos en el fondo de un café. Abrí la mía y extendí todo sobre la
mesa.
-Entonces –dije-, he aquí. Hacen ustedes una
investigación, ¿sí o no? Todo se encuentra ante ustedes.
“El amigo”, el de los bigotes enigmáticos, posó sobre
las hojas una mirada encendida, un poco febril, extrajo de su cartera un enorme
cuaderno lleno de una escritura fina, apretada y que se veía ilustrado por
dibujos extraordinariamente prometedores, y sembrado de recortes de prensa.
-Sí – comentó el capitán-. Igual que usted, hago una
investigación. Pero le presento un precursor, el señor Latappy, quien
colecciona todo desde el comienzo, desde el asunto Arnold, en 1947. Nadie en
Francia sabe más que él. No es militar. Es el dibujante de Fuerzas Aéreas Francesas, nuestra revista del ejército del aire.
Todo lo que yo tengo lo tiene él. Una hora más tarde yo había comprendido
definitivamente muchas cosas. En primer lugar, que en esta extraña historia
nadie sabía nada. Ni el ejército francés ni ningún otro ejército del mundo;
después, que una parte considerable de las observaciones (y precisamente las
mejores, las más confirmadas, las mejor narradas, las más ricas en detalles)
eran rigurosamente inexplicables; y para terminar, revelación impresionante a
mis ojos, que se puede saber una cosa sin tener los medios para decirla.
Esto existe –dije-, y no es ni ruso ni norteamericano.
Digamos la palabra: si se trata de máquinas (y como explicar de otra manera las
mejores observaciones) no son de origen terrestre. Y bien, ¡hay que decirlo!
-De acuerdo – dijo el capitán-: dígalo.
-¿Yo? sería necesario que tuviera otras pruebas además
de los testimonios. Pero usted, usted tiene autoridad. Usted puede prescindir
de la prueba: el testimonio del ejército es suficientemente convincente.
-Dígame, amigo, ¿debo entender que usted está tratando
de incitar a un oficial del ejército francés a publicar un comunicado en el
cual proclama que dicho ejército cree en los platos voladores, aunque no tenga
ninguna prueba? ¿Sería usted, por azar, un saboteador? Mozo, ¡un ron para el
señor!
-Y entonces, ¿qué se puede hacer?
-Busque la prueba. Y tráiganosla. Si es irrefutable,
usted tendrá su comunicado. Pero ¿quiere mi opinión? Si esa prueba fuera
posible ya la habrían encontrado. ¿Una foto? ¿Un film? Ya hay. ¿Cómo sabe si no
han sido trucados? Se vuelve así al testimonio. La única prueba es un OVNI
sobre bandeja de plata, o al menos un trozo. Y creo que esa es una
reivindicación irrazonable. Todo ha sido observado, absolutamente todo, salvo
una prueba…
A continuación tuve excelentes relaciones con el
capitán C. Fue él quien sugirió, antes que nadie, siempre como humorada, que
los platos voladores quizá no fueran sino la humanidad futura que visitaba su
pasado, idea que encantó a Cocteau. Fue él quien me hizo comprender la razón
profunda de la fascinación que este problema ejercía sobre mí: los platos
voladores, si existían, no eran sino una tecnología más adelantada que la
nuestra, ellos testimoniaban un pensamiento no humano, transhumano. Tal vez los
platos voladores representaban en nuestro cielo algo tan extraordinario y
precioso como hubiera sido la presencia de un Einstein o de un Gandhi entre los
grandes reptiles de la era secundaria. C. tenía imágenes cautivantes para
ilustrar la impotencia de nuestro espíritu en presencia de un psiquismo
sobrehumano: “El pez que da la vuelta a su pecera cree haber dado la vuelta al
mundo, decía, y las imágenes entrevistas a través de su prisión de vidrio serán
consideradas por él como alucinaciones si es un racionalista, o como
divinidades si es un místico.” Por lo tanto, a quien preguntaba: “Qué son los
platos voladores”, se respondía: “Para empezar, pruebe que existen.”
La posición era lógica.
EN DONDE UN SEÑOR DE NEGRO ME SERMONEA
La máquina derivaba de los testimonios y no de la
ausencia de los mismos. Ahora bien, no existe ninguna ciencia fundada sobre el
testimonio; luego, la prueba científica era imposible. Y como se exigía
(legítimamente, en apariencia) la prueba previa, el problema de los platos
voladores se hallaba condenado a no ser estudiado jamás y a no recibir nunca
una solución.
El lector no científico no concebirá jamás la tiranía
de esa clase de razonamientos. La idea de que un conjunto de hechos que derivan
del simple testimonio humano puede ser propuesto como un problema científico,
provoca en el sabio casi automáticamente un auténtico movimiento de rabia
ciega. Toda su educación, fortificada por un pasado de trabajo, más pesado
cuando más avanzada es su edad, le ha inculcado el carácter sagrado del hecho
reproducible, o al menos cómodamente observable, del documento. Cuanto más haya
publicado más familiar se le habrá hecho la experiencia del escepticismo
destructor aplicado a sus trabajos, del análisis despiadado que disgrega el
aporte personal, lo demuele, disuelve y rechaza, no dejando subsistir sino el
hecho reproducible y controlable. Y es a él, a él que jamás ha creído en nada
sin pruebas, a él que ya no cuenta las noches insomnes pasadas tratando de
arrancar de su piel las espinas siempre renacientes de la crítica, es a él a
quien se va a pedir que pierda su tiempo en escuchar el relato de un campesino
analfabeto que cree haber visto cosas en el cielo.
-Tráigame pruebas, o deje de calentarme las orejas con
esas absurdidades.
-Pero, señor profesor, si usted ve pasar un plato
volador delante de su ventana, ¿qué haría?
-Miraría la pared.
Esta respuesta auténtica, dada hace varios años por el
más célebre de los físicos franceses, resume toda una moral.
Era en 1953. En el mes de julio del año siguiente
publiqué mi primer libro. No solamente no pretendía aportar la prueba que
faltaba, sino que me limitaba a presentar allí las diversas conclusiones
posibles sin pronunciarme al respecto. Mi móvil era, a mis ojos por lo menos,
límpido. Puesto que no se podía probar nada, que al menos los hechos alegados
fueran conocidos. Esta modesta ambición me parecía de una lógica tan sana como
la lógica de la previa prueba. Pues me decía, ¿en razón de qué se exigiría a la
naturaleza que ella se prohíba producir ningún fenómeno rebelde a los métodos
oficiales ya admitidos? Y supongamos que tales fenómenos existen. ¿Será
necesario fingir no verlos para seguir siendo un verdadero hombre de ciencia?
La educación perfecta dice, es verdad, que no se dirige la palabra a quien no
ha sido presentado. Pero si un
desconocido viene a daros un puntapié en el trasero, ¿hay que ignorarlo y
proseguir camino con una sublime indiferencia, alzados los ojos y ofreciendo
ese pasajero disgusto a la diosa Método? Y si el patán le toma gusto a este
ejercicio, ¿no se puede hacer nada mejor que ignorarlo dentro del honor y la
dignidad?
EN DONDE ME VUELVO COMPLETAMENTE ABOMINABLE
Ahora bien, de eso se trataba. Algunos meses después
de la aparición de mi libro, una fantástica ola de observaciones se derramó
sobre Europa.
Durante cuatro o cinco semanas, centenares de miles de
personas, quizá un millón o más, creyeron ver el irritante OVNI. Esas personas,
escribían a los periódicos. “Esto es lo que yo he visto, decían. ¿Qué es?” Y
los periodistas, colgados todos los días de las campanillas de los templos de
la ciencia, no obtenían sino una respuesta:
-Esos platos, como usted dice, no nos han sido
presentados. Se trata, pues, de un absurdo.
No obstante algunos proponían una explicación
convincente: esas personas habrían sido intoxicadas por mi libro, veían en el
cielo lo que yo había puesto en su inconsciente, halago muy dulce para mi
verdad de autor ya que mi libro había sido un fracaso y que los testigos que
iba a ver jamás habían oído hablar de mí, si exceptúo a uno que me dijo un día,
con tono burlón: “¿Ah, usted es el que cree en los platos voladores?”
La acumulación de testimonios hizo más abominable, más
ridícula y vergonzosa la palabra plato y todo lo que a eso se refería, de cerca
o de lejos, en lógica o en asociación de ideas. Si la publicación de mi libro
me proporcionó una acerba decepción al revelarme el desprecio del público por
el problema que a mí me apasionaba, me dio un desquite la llave de un universo
nuevo y fascinante: el de la investigación clandestina. En menos de un año me
encontraba en relación epistolar con una multitud de hombres de ciencia de
Francia y del extranjero (sobre todo de los países anglosajones), astrónomos,
físicos, biólogos, psicólogos, botánicos, geólogos. Su primera carta comenzaba
regularmente con la misma cláusula de estilo: no era necesario que se supiera
que ellos estaban relacionados conmigo.
Yo descubriría, pues, con el asombro del neófito, las
pequeñas alegrías de la clandestinidad. Pero estaba lejos de sospechar hasta
dónde eso podía llegar. Demoré muchos años en medir el alcance, y aún la
significación de las cartas intercambiadas, las visitas estivales (el verano es
la época de los congresos científicos, y todos saben que esos congresos dan
ocasión a contactos no relacionados con la manifestación en sí). Me imaginaba
el centro de una red mundial de espíritus adeptos a todas las disciplinas y de
todos los países interesados en la solución del problema OVNI. Escribía aquí y
allá, ponía en comunicación a un inglés con un argentino, o bien un danés me
ponía en relación con un suizo. Era, en suma (pensaba yo) la pequeña
internacional del plato así como existe la del sello postal y de los
radioaficionados.
Es verdad que esta internacional agrupaba sobre todo a
hombres de ciencia y que, en esta medida, era clandestina. En diversas
oportunidades me sentí hasta impresionado por la extrañeza de las situaciones
que me recordaban ciertas lecturas sobre las sociedades secretas. Fue así, en
el transcurso de un cóctel, cómo un amigo periodista vino a decirme
discretamente que los dos profesores X e Y, de pie en un rincón cerca de la
ventana, se hallaban demoliéndome salvajemente. Al día siguiente yo recibía dos
llamados telefónicos de X. y de Y. Me decían: “Este X. (o este Y) ¡qué espíritu
obtuso tiene! Sabe usted que ayer por la noche… Y yo estaba obligado a hacerle
coro, naturalmente.”
Ahora X. e Y. son excelentes amigos. Y el recuerdo de
esa noche les hace reír con ganas: saben que pertenecen a la misma
clandestinidad.
EN DONDE NAVEGO EN LA CLANDESTINIDAD
Y esta clandestinidad no es solamente del disco volador. Recuerdo el escepticismo y el
asombro que experimenté en 1953, en ocasión de mis primeros encuentros con
Jacques Bergier, cuando me expuso su idea de que el mundo de los sabios estaba
destinado, por sus leyes internas, a organizarse como una criptocracia, idea
que desde entonces se ha vuelto familiar (a nuestros lectores).
-¿Dónde se situará cada vez más el poderío? –me decía-.
En el conocimiento. Ahora bien, el conocimiento es la única riqueza que no
puede cambiar de mano. Se puede matar a los sabios, no se los puede despojar de
sus conocimientos, luego de su poder. No se puede entregar la ciencia a los
ignorantes por medio de un golpe de estado o por una reforma de la
constitución. Por lo tanto el poder del provenir pertenecerá inevitablemente a
los sabios.
-Y bien, ¡ellos gobernarán!
-Los que gobernarán no investigarán más. Al cabo de un
año ya no serán capaces de comprender a sus colegas investigadores y entonces
perderán su poder real, aunque conserven el poder legal. De esta suerte la fuerza de las cosas conduce
a una criptocracia de sabios ignorados por el público, pero que manejan todas
las palancas.
Si bien este no es exactamente el mecanismo que he
visto en acción, creo haber observado bastante al respecto para estar
convencido de que el análisis de Bergier es correcto, y sus consecuencias
inevitables.
Pero para permitir al lector seguir por sí mismo el
camino que yo he recorrido, debo volver atrás.
Los lectores de “Planeta” han leído en especial mis
artículos sobre parapsicología. Y sin duda buena parte de ellos se habrá
sentido fastidiada por esta aparente pretensión de ambivalencia. ¿Cuál es, en
fin, su especialidad? ¿Cuál es el terreno, si este existe, en el que se puede
creer en su competencia?
Me es necesario, por lo tanto, hacer una confesión.
También he publicado estudios sobre psicología animal. ¡Cómo! ¿Además de los
platos voladores y de la parapsicología, también psicología animal? Pues bien,
sí. Pero, ¿es culpa mía si esas diversas investigaciones llevan nombres
diferentes? En cuanto a mí, desde mi infancia, he tenido una sola pasión, una
sola curiosidad, y ésta es el pensamiento
no humano. Todas mis investigaciones y todas mis reflexiones a partir de la
edad de quince años, tienen este único objeto: ¿qué puede ser un pensamiento
distinto del mío? Y se debe buscar bien. El
pensamiento no humano, según el hermoso título de Jacques Graven8,
puede ser el pensamiento infrahumano, es decir animal, o el pensamiento
sobrehumano estudiado por los parapsicólogos, o el pensamiento extraterrestre.
Los animales, la parapsicología, los platos voladores, todos esos niveles del
pensamiento no son, probablemente (pero esta es otra historia) sino momentos de
una evolución única y multiforme que recorremos en un eterno avanzar. Pero,
continuemos. Tres o cuatro años antes de que se hablara de objetos voladores,
desde mis años de facultad, yo estudiaba parapsicología. Sólo el azar fue la
causa de que mis primeras publicaciones no tuvieran a esta investigación como
objetivo, pero mis primeros contactos clandestinos se establecieron a
continuación de dos libros sobre los platos voladores.
EN DONDE FORMO PARTE DE UNA SOCIEDAD SECRETA
Se comprenderá, pues, cuál fue mi sorpresa cuando,
habiendo publicado los resultados de mis observaciones sobre el calculador
prodigio Lidoreau, comencé a recibir cartas de hombres de ciencia: ellos
también, como aquellos que anteriormente había conocido, comenzaron a
preguntarme el secreto. Las precauciones oratorias eran las mismas y en sus
palabras yo reconocía la marca de la misma curiosidad ardiente y ansiosa, la
de nuestra madre Eva devorando la manzana con los ojos, la del padre Gaucher
deleitándose por anticipado con la vigesimoprimera gota prohibida por el
reglamento. ¡Ah! ¡Cómo los conocía de antemano aun sin conocerlos, a esos
nuevos mal pensantes, mis iguales, mis hermanos! ¿Iba, pues, a introducirme con
ellos en una segunda red?
Esto fue lo que creí en un principio. Pero pronto hice
un extraño descubrimiento: la mayor parte de los mal pensantes se conocían ya
entre ellos por intermedio de alguna otra organización de iniciados. Por
ejemplo, encontré varios biólogos interesados en la parapsicología, quienes
desde hacía largo tiempo intercambiaban los resultados de experiencias
sorprendentes y no publicadas, con otro biólogo que se interesaba en los platos
voladores. Ellos se habían conocido por encima de las fronteras de su disciplina
común y habían simpatizado en la insubordinación y en la contradicción, sin
saber que otros secretos no intercambiados habrían podido aproximarlos más aún.
Lo cual, por lo demás sucedió inevitablemente un día u otro, y a veces por mi
intermedio. Podría narrar muchos de esos encuentros, en los cuales cada uno
estrechaba la mano del otro, con una expresión de simpatía divertida en el
rostro que parecía decir: “¡Cómo! ¿Usted también?”
De un extremo a otro, no diré de París y ni siquiera
de Francia, sino del mundo, una suerte de adivinación guía, en efecto, los unos
hacia los otros, los átomos ganchudos de cierto tipo de pensamiento que en otro
artículo he llamado el pensamiento no
esclavizado. A quienes esto disguste que tomen su partido: entre más pesado
es un conformismo, a más virulento es el anticuerpo que secreta. La curiosidad
científica en los dominios sistemáticamente más desacreditados crea las redes
más seguras y más eficaces de la investigación clandestina. Se ha podido
vaticinar de una vez por todas, que ocuparse de los platos voladores era una
espantosa tradición, pero el deseo de saber es más fuerte que todas las
maldiciones. He aquí por qué creo en el análisis de Bergier: la lógica interna
de la investigación pretende, por una parte, que esta sea cada vez más
organizada y también que los descubrimientos revolucionarios (forzosamente los
más importantes) provengan de trabajos que escapan a toda organización: pues
¿cómo se organizaría lo imprevisible? El investigador nato estará por lo tanto,
siempre más inclinado a satisfacer en la clandestinidad sus pasiones favoritas,
como consecuencia de lo cual la investigación clandestina se volverá más
productiva, y las organizaciones paralelas más poderosas. Llegará el día en que
una buena parte de la investigación avanzada se habrá convertido de este modo
en objeto de intercambio por vías no públicas, y en que sólo los resultados
definitivos saldrán a la luz, como Minerva, con el casco puesto, del cerebro de
Júpiter. Entonces se podrá hablar de criptocracia, pues detrás de la ruidosa
agitación de los políticos y de los financistas, serán los sabios y los
técnicos, y solo ellos, quienes creerán las condiciones materiales y
psicológicas de la evolución social, política, económica. Ya se ve un embrión
de esta criptocracia en acción, al más alto nivel, en este momento: es ella, en
efecto, la que al margen de los políticos completamente superados, impone
progresivamente la colaboración ruso-norteamericana.
EN DONDE ME VEO INCLUIDO ENTRE LOS FRANCOTIRADORES
Las redes clandestinas que se organizan con el objeto
de realizar las investigaciones peor reputadas dan una imagen viva de lo que
será esta criptocracia espontánea, no deliberada, que deriva de la fuerza de
las cosas. Ellas aseguran la circulación de eso que se podría llamar las informaciones no probadas, que guían y
estimulan la reflexión y los trabajos de todos los miembros de la organización.
Con esas informaciones no probadas, volvemos al problema evocado al comienzo
del presente artículo: ¿cómo integrar a la ciencia los hechos cuya demostración
no existe todavía y que, sin embargo, si son verdaderos, deben ser considerados
más importantes que cualquier otro? Es el caso de los platos voladores. Todos
los que quieran tomarse esa molestia pueden controlar la autenticidad histórica de las observaciones más
extraordinarias. Por lo tanto el problema existe aunque sólo su prueba histórica exista y no la científica. Es
también el caso de los hechos más asombrosos de la parapsicología: no solamente
se puede verificar su autenticidad histórica sino que, con un poco de
paciencia, fácilmente se los puede observar por sí mismo. ¿Se tiene el derecho
de exigir que la ciencia admita como si estuvieran probados los hechos que han
sido verificados y observados? Ciertamente, ¡no! ¿A dónde iría a parar la
ciencia si renunciara a sus métodos? Pero si no se puede dar por probado
aquello que no lo está, no es por eso menos vital y necesario que esos hechos
circulen, sean conocidos, estudiados, discutidos sin más garantía que el testimonio.
Es una necesidad vital, pues ellos orientan de manera irreemplazable la
investigación clásica, cuyos resultados son publicados y abiertamente
discutidos. Estos fenómenos imposibles de publicar son innumerables. El que los
publicara sería un malhechor. Actuaría como el impresor del Estado que entrega
al público los secretos de los verdaderos billetes de banco y permitiría, de
ese modo, todas las imitaciones. Sólo por el camino indirecto de una
transmisión personal los hechos de esta clase pueden ser recibidos con
utilidad.
Esta circulación existe y no tiene ninguna necesidad
de ser perfeccionada. Es uno de los motores de la ciencia actual. Prepara
dentro de un secreto necesario el mundo de mañana.
AIMÉ MICHEL.
Citas
1.- Edición Dunod.
2.- El volumen de la Encyclopédie Planéte, L’Astrologie
devant la science (La astrología ante la ciencia), es obra de Michel
Gauquelin y en el hace un balance de sus investigaciones.
3.- Autor de Nos
prouvoirs inconnus (Nuestros poderes desconocidos). (Encyclopédie Planéte)
4.- The flying
saucers are real (Los platos voladores son verdaderos)- (Facett, Nueva
York.)
5.- Radio-Télévision
Framcaise.
6.- Ver Leuers
for les soucoupes volantes por Aimé Michel (Maure, editor).
7.- Ver en “Planeta” nº 12 el artículo de XXX sobre el
expediente del espionaje moderno.
8.- La pensée
non humaine (El pensamiento no humano) por
Jacques Graven (Encyclopédie Planéte)
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